Estaban todos reunidos, como polillas alrededor de la luz.
Tanto tiempo llevo aquí, que supe que no era la mejor manera de hablar con él. El Califa odia las polillas.
Hablaban como cotorras, se interrumpían, se aceleraban… Aunque tuviesen sus mejores galas, se les veía cómo pobres sombras de hombres importantes. Aunque lo fuesen. Pero esa no era la manera. De hablarle al Califa.

De la misma manera que las viñas se toman su tiempo en crecer, en dar su fruto, en madurarlo, y de la misma manera que los hombres lo recojen y con paciencia hacen el vino, así es como hay que hablarle al Califa.
Y él sabe que lo sé.
Me lo dijo en una mirada que me echó cuando las polillas estaban revoloteando a su alrededor, y de la molestia de no poder apartarlas de un manotazo, me miró, porque sabía dónde estaba, no escondida, pero sí quieta y callada en la estancia donde recibe. Allí me encontró su mirada. Allí supe, otra vez, como debía hablarle… Que útil es siempre, escuchar a la espera decir lo que la verdad ansía por contar…
Mientras se le acercaban en turnos, con reverencias a cada cual más ridícula, el Califa se entretenía mirando los delicados acabados de las paredes, pensaba en su nuevo caballo, y hacía gala de unos modales exquisitos con leves gestos de la mano como el viento suave que mece la hoja al sol de la viña, para despachar a alguno de los que como mosquitos de río en verano, más le incordiaban,
Yo sabía todo eso porque, como su asistenta personal, después de muchas horas de audiencia, siempre me tocaba gestionar temas nimios o me hacía comentarios acerca de esta u otra alfombra, del casamiento del hijo de algún noble o de algún viaje que tuviera programado.
Por eso ahora o es el momento de hablarle al Califa. Y menos como gallinas que salen atropellándose en manada a la luz del sol de la mañana.
Aunque sus intenciones fueran buenas, y muchos sabios estuviesen preocupados por los libros quemados, entre ellos siempre se colaba quien no buscaba más que el favor por una tierra o un puesto en el comercio, que se mezclaba con los demás, que buscaba que se le viese.
Por todo ello, ahora no era el momento de hablarle al Califa, pero lo que más le preocupada a Lubna, era que el propio Califa se empachase de palabras y de desidia y no tuviese ganas de escuchar lo que ella tenía que decir… Por eso no se iba, quería ver hasta que punto le hartaban las dulzonas palabras que estaba escuchando.
En un momento dado, la suerte se apareció, en forma de nube densa, que tapó con ahínco la luz del sol.
Tan inesperado fue, que todos por un momento callaron. Tanto estaban hablando que el silencio retumbó como un grito de guerra antes de la batalla, y por un momento se vieron perdidos como el ternero que se da cuenta de lo que se ha alejado de la madre, y retrocede hasta volver a sentirse seguro.
Así aprovechó el Califa el momento, para abrir sus manos hacia los lados, como si una luz de paz fuese a salir de su cuerpo, algo que todos entendieron como el momento para agachar la cabeza y el para apoyarse y levantarse con la parsimonia y decisión que el sol tiene todas las mañanas.
Lubna le dio tiempo para que llegara a sus aposentos, para que se lavara si así lo deseaba, para que descansara y para que se limpiaran sus pupilas con las vistas de los jardines y con el color y lo limpio de las fuentes.
Cuando tuve la certeza de que todo eso hubo pasado, y que cualquier polilla que hubiera habido no era ya sino una mariposa en el recuerdo, me decidí a a buscarle por los aposentos del palacio.
No fue difícil dar con él. Antes de la tomar la última comida del día, sabiendo que la audiencia había sido pesada, lo busqué directamente en su jardín favorito; alejado del tránsito del palacio y con una pequeña fuente coqueta, tenía un chorro de agua perfecto para limpiar los oídos de necedades y palabras vacías.
Al llegar, me miró, pues no tuve cuidado en no hacer ruido con mis pasos, incluso dí alguno fuerte, para que sonase or encima de la vegetación de los jardines y el sonido de las fuente.
Y tenía ese brillo en la mirada y en su sonrisa.
Era el brillo que se ponía a veces, cuando se iba a ese jardín, apenas con un sirviente que permanecía quieto y silencioso como una sombra.
Me miró cómo el amanecer mira al sol, cómo la libélula el río, durante un segundo apenas, lo suficiente como para saber que tampoco ese era el momento de hablarle. Sería solo una mosca más en este precioso jardín, y el Califa odiaba las moscas, y amaba las mariposas, y yo quería ser mariposa. Por eso me quedé callada, y fingí la mejor de mis sonrisas…
Con la mano me hizo un ligero ademán, y tomé asiento. Debió de hacerle otro sutil como su perfume, siempre me sorprendía al tenerlo cerca lo fino del ropaje y lo delicado de su olor, a su sirviente.
El sirviente me trajo una copa preciosa.
La llenó apenas dos dedos.
Y en ese precioso jardín, noté acercarse, como la suave brisa trae al amado, un brillo, una ola de calor interno, que también me llevaba a mí.