Lubna caminaba rápida y nerviosa.
Iba repasando, como una devota cristiana repasa las cuentas del rosario, las miles del dios de la sabiduría: todos los libros y papiros de los que acordaba, todos los que pudieran haber sufrido un infierno de destino.
Camino a la biblioteca apenas si veía a la gente, se movía como por un instinto de supervivencia que le empujaba a andar salvando todos los peligros que sus amado libros no pudieron tener.
Se había cruzado a la mañana siguiente con el mismísimo Almanzor, y su mirada era como el grito del cordero antes de que lo degüellen en el rito halal, estaba llena de pena y se cortó de repente, cuando el cuchillo de la vida se le puso delante, y siguió caminando hacia los aposentos del Califa.
Antes de que se diera cuenta llegó a la biblioteca.
Buscó el jardín donde se había producido la herejía.
Las miradas y gestos de los que se encontraba la condujeron rápido, como si un apenado cabello árabe del saber la llevara en volandas.
Era solo un montón de cenizas.
Había trozos de papeles dispersos por todo el jardín.
Papiros que sabedores de su contenido, habían escapado sin quemarse hasta salvar la valiosa carga que atesoraban. Se escondían en cada rincón.
Lubna fue uno por uno, nerviosa, como temblando pero sin hacerlo, ahora ya más preocupada por saber cuan dañino había sido el incendio de ignorancia y miedo.
Intentaba descifrar con las pocas pistas que quedaban, a qué libro o papiro pertenecían, que parte del saber se había evaporado como un riachuelo en el poderoso verano, dejando solo esa charca de papel.
Repasaba mentalmente los índices de materias y autores en cada símbolo o palabra que la ayudaba a guiarse en esa noche del momento.
Poco a poco, se fueron reuniendo en torno suyo ayudantes y visitantes asiduos de la biblioteca.
Le entregaban los trozos que encontraban.
Los miraban entre varios como si fuesen piedras preciosas que guardan un secreto que hay que descifrar. Se los acercaban unos a otros, se les ponía cara de pena a veces, de sorpresa otras, se daban alguna palmada en la espalda de consuelo.
Buscaban también en los rescoldos, que ya eran más bien cenizas frías, si alguno había sentido el cuidado celestial de Aláh y se había salvado.
Cuando hubieron juntado todos los pequeños trozos, se fueron en procesión, con Lubna a la cabeza, hacía donde estaba el catálogo que dirigía la biblioteca. Tanto esfuerzo le había costado a Lubna redactarlo, como útil iba a ser ahora.
Dentro de Lubna, en su pena, también había una pequeña chispa de alegría. «No fueron tantos» se decía.
Como una pequeña hoguera de esperanza donde estaban ella, el montón salvado, el índice y todos los que querían ayudar, fue lo que vió el Califa cuando se acercó a ver el destrozo.
Camino de vuelta a sus aposentos, también se iba con una pequeña alegría: «Que acierto había sido escogerla»